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El Quijote: |
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Entremés del viejo celoso | |
E
ste que veis aquí de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro; los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño; la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; este digo que es el autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo El Viaje del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y quizá sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA. Fue soldado muchos años y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia de las adversidades; perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos V, de felice memoria. (TOMADO DEL PRÓLOGO A LAS NOVELAS EJEMPLARES DE MIGUEL DE CERVANTES).
diós _dije a la humilde
choza mía_;
adiós, Madrid: adiós tu Prado y fuentes que manan néctar, llueven ambrosía. A diós conversaciones suficientesa entretener un pecho cuidadoso,
y a dos mil desvalidos pretendientes. A diós, sitio agradable y mentiroso,do fueron dos gigantes abrasados con el rayo de Júpiter fogoso. Adiós, teatros públicos, honradospor la ignorancia que ensalzada veo en cien mil disparates recitados. Adiós, de San Felipe el gran paseo,donde si baja o sube el turco galgo como en Gaceta de Venecia leo. Adiós, hambre sutil de algún hidalgo,que por no verme ante su puerta muerto, hoy de mi patria y de mí mismo salgo." (Viaje del Parnaso) |
Al túmulo del rey que se hizo en Sevilla |
Capítulo VIII |
De lo que sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que él imaginaba ser castillo El ventero, que vio a don Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho qué mal traía. Sancho le respondió que no era nada, sino que había dado una caída de una peña abajo y que traía algo brumadas las costillas. Tenía el ventero por mujer a una, no de la condición que suelen tener las de semejante trato, porque naturalmente era caritativa y se dolía de las calamidades de sus prójimos; y así, acudió luego a curar a don Quijote y hizo que una hija suya, doncella, muchacha y de muy buen parecer, la ayudase a curar a sus huésped. Servía en la venta, asimesmo, una moza asturiana ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, de un ojo tuerta y del otro no muy sana: Verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera: Esta gentil moza, pues, ayudó a la doncella, y las dos hicieron una muy mala cama a don Quijote, en un camaranchón que, en otros tiempos, daba manifiestos indicios que había servido de pajar muchos años. En la cual también alojaba un harriero, que tenía su cama hecha un poco más allá de la de nuestro don Quijote. Y aunque era de las enjalmas y mantas de sus machos, hacía mucha ventaja a la de don Quijote, que sólo contenía cuatro mal lisas tablas, sobre dos no muy iguales bancos, y un colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que, a no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento, en la dureza, semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de adarga, y una frazada, cuyos hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno solo de la cuenta.
En esta maldita cama se acostó don Quijote y
luego la ventera y su hija le emplastaron _No fueron golpes _dijo Sancho_; sino que la peña tenía muchos picos y tropezones. _Y que cada uno le había hecho un cardenal. Y también le dijo: _Haga vuestra merced, señora, de manera que queden algunas estopas, que no faltará quien las haya menester; que también me duelen a mí un poco los lomos. _Desa manera _respondió la ventera_, también debisteis vos de caer. _No caí _dijo Sancho Panza_; sino que del sobresalto que tomé de ver caer a mi amo, de tal manera me duele a mí el cuerpo, que me parece que me han dado mil palos. _Bien podrá ser eso _dijo la doncella_; que a mí me ha acontecido muchas veces soñar que caía de una torre abajo, y que nunca acababa de llegar al suelo, y cuando despertaba del sueño, hallarme tan molida y quebrantada como si verdaderamente hubiera caído. _Ahí está el toque, señora _respondió Sancho Panza_: que yo, sin soñar nada, sino estando más despierto que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales que mi señor don Quijote. _¿Cómo se llama este caballero? _preguntó la asturiana Maritornes. _Don Quijote de la Mancha _respondió Sancho Panza_; y es caballero aventurero, y de los mejores y más fuertes que de luengos tiempos acá se han visto en el mundo. _¿Qué es caballero aventurero? _replicó la moza. _¿Tan nueva sois en el mundo que no lo sabéis vos? _respondió Sancho Panza_. Pues sabed, hermana mía, que caballero aventurero es una cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador. Hoy está la más desdichada criatura del mundo y la más menesterosa, y mañana tendría dos o tres coronas de reinos que dar a su escudero. -Pues, ¿cómo vos siéndolo deste tan buen señor _dijo la ventera_, no tenéis, a lo que parece, siquiera algún condado? _Aún es temprano _respondió Sancho_, porque no ha sino un mes que andamos buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea. Y tal vez hay que se busca una cosa y se halla otra. verdad es que, si mi señor don Quijote sana desta herida y yo no quedo contrahecho della, no trocaría mis esperanzas con el mejor título de Italia. Todas estas pláticas estaba escuchando, muy atento, don Quijote, y sentándose en el lecho como pudo, tomando de la mano a la ventera, le dijo: _Creedme, fermosa señora, que os podéis llamar venturosa por haber alojado en este vuestro castillo a mi persona, que es tal, que si yo no la alabo es porque suele decirse que la alabanza propia envilece. Pero mi escudero os dirá quién soy. Sólo os digo que os tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habedes fecho, para agradecéroslo mientras la vida me durare; y pluguiera a los altos cielos que el amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y los ojos de aquella hermosa ingrata que digo entre mis dientes; que los desta fermosa doncella fueran señores de mi libertad. Confusas estaban la ventera y su hija y la buena Maritornes oyendo las razones del andante caballero, que así las entendían como si hablara en griego, aunque bien alcanzaron que todas se encaminaban a ofrecimiento y requiebros; y, como no usadas a semejante lenguaje, mirábanle, y admirábanse y parecíales otro hombre de los que se usaban; y, agradeciéndole con venteriles razones sus ofrecimientos, le dejaron, y la asturiana Maritornes curó a Sancho, que no menos lo había menester que su amo. Había el harriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había dado palabra de que, en estando sosegados los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar y a satisfacerle el gusto en cuanto le mandase. Y cuéntase desta buena moza que jamás dio semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo alguno, porque presumía muy de hidalga, y no tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de servir en la venta, porque ella decía que desgracias y malos sucesos la habían traído a aquel estado. El duro, estrecho, apocado y fementido lecho de don Quijote estaba primero en mitad de aquel estrellado establo, y luego, junto a él, hizo el suyo Sancho, que sólo contenía una estera de enea y una manta, que antes mostraba ser de anjeo tundido que de lana. Sucedía a estos dos lechos el del harriero, fabricado, como se ha dicho, de las enjalmas y de todo el adorno de los dos mejores mulos que traía, aunque eran doce, lucios, gordos y famosos, porque era uno de los ricos harrieros de Arévalo, según lo dice el autor desta historia que deste harriero hace particular mención, porque le conocía muy bien, y aún quieren decir que era algo pariente suyo. Fuera de que Cide Hamete Benegeli fue historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas, y échase bien de ver, pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en silencio; de donde podrán tomar ejemplos los historiadores graves, que nos cuentan las acciones tan corta y sucintamente, que apenas nos llegan a los labios, dejándose en el tintero, ya por descuido, por malicia o ignorancia, lo más sustancial de la obra. ¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte, y aquel otro libro donde se cuentan los hechos del conde Tomillas y con qué puntualidad lo describen todo! Digo, pues, que después de haber visitado el harriero a su recua y dádole el segundo pienso, se tendió en sus enjalmas y se dio a esperar a su puntualísima Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado y acostado, y, aunque procuraba dormir, no lo consentía el dolor de sus costillas; y don Quijote, con el dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos como liebre. Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la que daba una lámpara, que colgada en medio del portal ardía. Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro caballero traía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros de los autores de su desgracia, le trujo a la imaginación una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse pueden; y fue que él se imaginó haber llegado a un famoso castillo _que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las ventas donde se alojaba_, y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado dél y prometido que aquella noche, a furto de sus padres, vendría a yacer con él una buena pieza; y teniendo toda esta quimera, que él había fabricado, por firme y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón de no cometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la mesma reina Ginebra con su dama Quintañona se la pusiesen delante.
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De cómo el gran Sancho Panza tomó la posesión de su ínsula, y
del
modo que comenzó a gobernar |
–Señor gobernador, yo y este hombre labrador venimos ante vuestra merced en
razón que este buen hombre llegó a mi tienda ayer (que yo, con perdón de los
presentes, soy sastre examinado, que Dios sea bendito), y, poniéndome un
pedazo
de paño en las manos, me
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Capítulo XLIX Lo que le sucedió a Sancho Panza rondando su ínsula. Dejamos al gran gobernador enojado y mohíno con el labrador pintor y socarrón, el cual industriado del mayordomo, y el mayordomo del duque, se burlaban de Sancho; pero él se las tenía tiesas a todos, maguera tonto, bronco y rollizo, y dijo a los que con él estaban, y al doctor Pedro Recio, que como se acabó el secreto de la carta del duque había vuelto a entrar en la sala: “Ahora verdaderamente que entiendo que los jueces y gobernadores deben de ser, o han de ser, de bronce para no sentir las importunidades de los negociantes, que a todas horas y a todos tiempos quieren que los escuchen y despachen, atendiendo sólo a su negocio, venga lo que viniere. Y si el pobre del juez no los escucha y despacha, o porque no puede, o porque no es aquél el tiempo diputado para darles audiencia, luego les maldicen y murmuran, y les roen los huesos y aun les deslindan los linajes. Negociante necio, negociante mentecato, no te apresures, espera sazón y coyuntura para negociar, no vengas a la hora del comer, ni a la del dormir; que los jueces son de carne y de hueso, y han de dar a la naturaleza lo que naturalmente les pide, si no es yo, que no le doy de comer a la mía, merced al señor doctor Pedro Recio Tirteafuera, que está delante, que quiere que muera de hambre, y afirma que esta muerte es vida, que así se la dé Dios a él y a todos los de su ralea, digo, a la de los malos médicos; que la de los buenos palmas y lauros merecen.” Todos los que conocían a Sancho Panza se admiraban, oyéndole hablar tan elegantemente, y no sabían a qué atribuirlo sino a que los oficios y cargos graves, o adoban, ![]() Con esto quedó contento el gobernador, y esperaba con grande ansia llegase la noche y la hora de cenar, y aunque el tiempo, al parecer suyo, se estaba quedo sin moverse de un lugar, todavía se llegó por él [el] tanto deseado, donde le dieron de cenar un salpicón de vaca con cebolla, y unas manos cocidas de ternera, algo entrada en días. Entregóse en todo con más gusto que si le hubieran dado francolines de Milán, faisanes de Roma, ternera de Sorrento, perdices de Morón, o gansos de Lavajos, y entre la cena, volviéndose al doctor, le dijo: “Mirad, señor doctor, de aquí adelante no os curéis de darme a comer cosas regaladas ni manjares exquisitos, porque será sacar a mi estómago de sus quicios, el cual está acostumbrado a cabra, a vaca, a tocino, a cecina, a nabos y a cebollas, y si acaso le dan otros manjares de palacio los recibe con melindre, y algunas veces con asco. Lo que el maestresala puede hacer es traerme estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas son, mejor huelen, y en ellas puede embaular y encerrar todo lo que él quisiere, como sea de comer, que yo se lo agradeceré y se lo pagaré algún día; y no se burle nadie conmigo, porque o somos, o no somos: vivamos todos y comamos en buena paz compaña, pues cuando Dios amanece, para todos amanece. Yo gobernaré esta ínsula sin perdonar derecho ni llevar cohecho, y todo el mundo traiga el ojo alerta y mire por el virote, porque les hago saber que el diablo está en Cantillana, y que si me dan ocasión, han de ver maravillas. ¡No sino haceos miel, y comeros han moscas!” “Por cierto, señor gobernador”, dijo el maestresala, “que vuestra merced tiene mucha razón en cuanto ha dicho, y que yo ofrezco, en nombre de todos los insulanos de esta ínsula, que han de servir a vuestra merced con toda puntualidad, amor y benevolencia, porque el suave modo de gobernar, que en estos principios vuestra merced ha dado, no les da lugar de hacer ni de pensar cosa que en deservicio de vuestra merced redunde.” “Yo lo creo”, respondió Sancho, “y serían ellos unos necios si otra cosa hiciesen o pensasen; y vuelvo a decir que se tenga cuenta con mi sustento y con el de mi rucio, que es lo que en este negocio importa y hace más al caso, y, en siendo hora, vamos a rondar; que es mi intención limpiar esta ínsula de todo género de inmundicia, y de gente vagabunda, holgazana y mal entretenida. Porque quiero que sepáis, amigos, que la gente baldía y perezosa es en la república lo mismo que los zánganos en las colmenas, que se comen la miel que las trabajadoras abejas hacen. Pienso favorecer a los labradores, guardar sus preeminencias a los hidalgos, premiar los virtuosos, y, sobre todo, tener respeto a la religión y a la honra de los religiosos. ¿Qué os parece de esto, amigos?; ¿digo algo, o quiébrome la cabeza?” “Dice tanto vuestra merced, señor gobernador”, dijo el mayordomo, “que estoy admirado de ver que un hombre tan sin letras como vuestra merced, que a lo que creo no tiene ninguna, diga tales y tantas cosas llenas de sentencias y de avisos, tan fuera de todo aquello que del ingenio de vuestra merced esperaban los que nos enviaron y los que aquí venimos. Cada día se ven cosas nuevas en el mundo, las burlas se vuelven en veras, y los burladores se hallan burlados.” Llegó la noche y cenó el gobernador con licencia del señor doctor Recio. Aderezáronse “Aquí de Dios y del rey. ¿Cómo y qué se ha de sufrir que roben en poblado en este pueblo, y que salga a saltear en él en la mitad de las calles?” “Sosegaos, hombre de bien”, dijo Sancho, “y contadme qué es la causa de esta pendencia; que yo soy el gobernador.” El otro contrario dijo: “Señor gobernador, yo la diré con toda brevedad. Vuestra merced sabrá que este gentilhombre acaba de ganar ahora en esta casa de juego que está aquí frontero más de mil reales, y sabe Dios cómo, y, hallándome yo presente, juzgué más de una suerte dudosa en su favor, contra todo aquello que me dictaba la conciencia. Alzose con la ganancia, y cuando esperaba que me había de dar algún escudo, por lo menos, de barato, como es uso y costumbre darle a los hombres principales como yo, que estamos asistentes para bien y mal pasar, y para apoyar sinrazones y evitar pendencias, él embolsó su dinero y se salió de la casa. Yo vine despechado tras él, y con buenas y corteses palabras le he pedido que me diese siquiera ocho reales, pues sabe que yo soy hombre honrado y que no tengo oficio ni beneficio, porque mis padres no me le enseñaron, ni me le dejaron; y el socarrón, que no es más ladrón Caco, ni más fullero Andradilla, no quería darme más de cuatro reales, porque vea vuestra merced, señor gobernador, ¡qué poca vergüenza y qué poca conciencia! Pero a fe que si vuestra merced no llegara, que yo le hiciera vomitar la ganancia, y que había de saber con cuántas entraba la romana.” “¿Qué decís vos a esto?”, preguntó Sancho. Y el otro respondió que era verdad cuanto su contrario decía, y no había querido darle más de cuatro reales, porque se los daba muchas veces; y los que esperan barato han de ser comedidos y tomar con rostro alegre lo que les dieren, sin ponerse en cuentas con los gananciosos, si ya no supiesen de cierto que son fulleros y que lo que ganan es mal ganado. Y que para señal que él era hombre de bien, y no ladrón, como decía, ninguna había mayor que el no haberle querido dar nada; que siempre los fulleros son tributarios de los mirones, que los conocen. “Así es”, dijo el mayordomo; “vea vuestra merced, señor gobernador, qué es lo que se ha de hacer de estos hombres.” “Lo que se ha de hacer es esto”, respondió Sancho: “vos, ganancioso, bueno o malo, o indiferente, dad luego a este vuestro acuchillador cien reales, y más habéis de desembolsar treinta para los pobres de la cárcel; y vos, que no tenéis oficio ni beneficio, y andáis de nones en esta ínsula, tomad luego esos cien reales, y mañana en todo el día salid de esta ínsula desterrado por diez años, so pena, si lo quebrantareis, los cumpláis en la otra vida, colgándoos yo de una picota, o, a lo menos, el verdugo por mi mandado. Y ninguno me replique, que le asentaré la mano.” Desembolsó el uno, recibió el otro, éste se salió de la ínsula, y aquél se fue a su casa y el gobernador quedó diciendo: “Ahora, yo podré poco, o quitaré estas casas de juego; que a mí se me trasluce que son muy perjudiciales.” “Esta, a lo menos”, dijo un escribano, “no la podrá vuestra merced quitar, porque la tiene un gran personaje, y más es, sin comparación, lo que él pierde al año que lo que saca de los naipes. Contra otros garitos de menor cuantía podrá vuestra merced mostrar su poder, que son los que más daño hacen y más insolencias encubren; que en las casas de los caballeros principales y de los señores no se atreven los famosos fulleros a usar de sus tretas, y pues el vicio del juego se ha vuelto en ejercicio común, mejor es que se juegue en casas principales que no en la de algún oficial, donde cogen a un desdichado de medianoche abajo y le desuellan vivo.” “Ahora, escribano”, dijo Sancho, “yo sé que hay mucho que decir en eso.” Y, en esto, llegó un corchete que traía asido a un mozo, y dijo: “Señor gobernador, este mancebo venía hacia nosotros, y así como columbró la justicia, volvió las espaldas y comenzó a correr como un gamo, señal que debe de ser algún delincuente. Yo partí tras él, y si no fuera porque tropezó, y cayó, no le alcanzara jamás.” “¿Por qué huías, hombre?”, preguntó Sancho. A lo que el mozo respondió: “Señor, por excusar de responder a las muchas preguntas que las justicias hacen.” “¿Que oficio tienes?” “Tejedor.” “¿Y qué tejes?” “Hierros de lanzas, con licencia buena de vuestra merced.” “¿Graciosico me sois? ¿De chocarrero os picáis? Está bien. Y ¿adónde ibais ahora?” “Señor, a tomar el aire.” “Y ¿adónde se toma el aire en esta ínsula?” “Adonde sopla.” “Bueno: respondéis muy a propósito, discreto sois, mancebo; pero haced cuenta que yo soy el aire, y que os soplo en popa, y os encamino a la cárcel. Asilde, hola, y llevadle; que yo haré que duerma allí sin aire esta noche.” “¡Par Dios”, dijo el mozo, “así me haga vuestra merced dormir en la cárcel como hacerme rey!” “Pues ¿por qué no te haré yo dormir en la cárcel?”, respondió Sancho. “¿No tengo yo poder para prenderte y soltarte cada y cuando que quisiere?” “Por más poder que vuestra merced tenga”, dijo el mozo, “no será bastante para hacerme dormir en la cárcel.” “¿Cómo que no?”, replicó Sancho; “llevadle luego donde verá por sus ojos el desengaño, aunque más el alcaide quiera usar con él de su interesal liberalidad; que yo le pondré pena de dos mil ducados si te deja salir un paso de la cárcel.” “Todo eso es cosa de risa”, respondió el mozo; “el caso es que no me harán dormir en la cárcel cuantos hoy viven.” “Dime, demonio”, dijo Sancho, “¿tienes algún ángel que te saque y que te quite los grillos que te pienso mandar echar?” “Ahora, señor gobernador”, respondió el mozo con muy buen donaire, “estemos a razón y vengamos al punto. Presuponga vuestra merced que me manda llevar a la cárcel y que en ella me echan grillos y cadenas, y que me meten en un calabozo, y se le ponen al alcaide graves penas si me deja salir, y que él lo cumple como se le manda; con todo esto, si yo no quiero dormir, y estarme despierto toda la noche sin pegar pestaña, ¿será vuestra merced bastante con todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero?” “No por cierto”, dijo el secretario, “y el hombre ha salido con su intención.” “De modo”, dijo Sancho, “que no dejaréis de dormir por otra cosa que por vuestra voluntad, y no por contravenir a la mía.” “No, señor”, dijo el mozo, “ni por pienso.” “Pues, andad con Dios”, dijo Sancho, “idos a dormir a vuestra casa, y Dios os dé buen sueño; que yo no quiero quitárosle. Pero aconséjoos que de aquí adelante no os burléis con la justicia, porque toparéis con alguna que os dé con la burla en los cascos.” Fuese el mozo, y el gobernador prosiguió con su ronda. Y de allí a poco vinieron dos corchetes que traían a un hombre asido, y dijeron: “Señor gobernador, este que parece hombre no lo es, sino mujer, y no fea, que viene vestida en hábito de hombre.” Llegáronle a los ojos dos o tres linternas, a cuyas luces descubrieron un rostro de una mujer, al parecer, de 16 o pocos más años; recogidos los cabellos con una redecilla de oro y seda verde, hermosa como mil perlas. Miráronla de arriba abajo, y vieron que venía con unas medias de seda encarnada, con ligas de tafetán blanco, y rapacejos de oro y aljófar; los gregüescos eran verdes, de tela de oro, y una saltaembarca o ropilla de lo mismo, suelta, debajo de la cual traía un jubón de tela finísima de oro y blanco, y los zapatos eran blancos y de hombre. No traía espada ceñida, sino una riquísima daga, y en los dedos muchos y muy buenos anillos. Finalmente, la moza parecía bien a todos, y ninguno la conoció de cuantos la vieron, y los naturales del lugar dijeron que no podían pensar quién fuese, y los consabidores de las burlas que se habían de hacer a Sancho fueron los que más se admiraron, porque aquel suceso y hallazgo no venía ordenado por ellos, y, así, estaban dudosos, esperando en qué pararía el caso. Sancho quedó pasmado de la hermosura de la moza y preguntóle quién era, adónde iba, y qué ocasión le había movido para vestirse en aquel hábito. Ella, puestos los ojos en tierra, con honestísima vergüenza, respondió: “No puedo, señor, decir tan en público lo que tanto me importaba fuera secreto; una cosa quiero que se entienda: que no soy ladrón ni persona facinerosa, sino una doncella desdichada a quien la fuerza de unos celos ha hecho romper el decoro que a la honestidad se debe.” Oyendo esto el mayordomo, dijo a Sancho: “Haga, señor gobernador, apartar la gente, porque esta señora con menos empacho pueda decir lo que quisiere.” Mandolo así el gobernador, apartáronse todos, si no fueron el mayordomo, maestresala y el secretario. Viéndose, pues, solos, la doncella prosiguió diciendo: “Yo, señores, soy hija de Pedro Pérez Mazorca, arrendador de las lanas de este lugar, el cual suele muchas veces ir en casa de mi padre.” “Eso no lleva camino”, dijo el mayordomo, “señora, porque yo conozco muy bien a Pedro Pérez, y sé que no tiene hijo ninguno, ni varón ni hembra, y más, que decís que es vuestro padre, y luego añadís que suele ir muchas veces en casa de vuestro padre.” “Ya yo había dado en ello”, dijo Sancho. “Ahora, señores, yo estoy turbada, y no sé lo que me digo”, respondió la doncella; “pero la verdad es que yo soy hija de Diego de la Llana, que todos vuestras mercedes deben de conocer.” “Aun eso lleva camino”, respondió el mayordomo; “que yo conozco a Diego de la Llana, y sé que es un hidalgo principal y rico, y que tiene un hijo y una hija, y que después que enviudó no ha habido nadie en todo este lugar, que pueda decir que ha visto el rostro de su hija; que la tiene tan encerrada que no da lugar al sol que la vea, y, con todo esto, la fama dice que es en extremo hermosa.” “Así es la verdad”, respondió la doncella, “y esa hija soy yo; si la fama miente o no en mi hermosura, ya os habréis, señores, desengañado, pues me habéis visto.” Y, en esto, comenzó a llorar tiernamente. Viendo lo cual el secretario, se llegó al oído del maestresala, y le dijo muy paso: “Sin duda alguna que a esta pobre doncella le debe de haber sucedido algo de importancia, pues en tal traje y a tales horas, y siendo tan principal, anda fuera de su casa.” “No hay dudar en eso”, respondió el maestresala, “y más, que esa sospecha la confirman sus lágrimas.” Sancho la consoló con las mejores razones que él supo, y le pidió que sin temor alguno les dijese lo que le había sucedido; que todos procurarían remediarlo con muchas veras, y por todas las vías posibles. “Es el caso, señores”, respondió ella, “que mi padre me ha tenido encerrada diez años ha, que son los mismos que a mi madre come la tierra. En casa dicen misa en un rico oratorio, y yo en todo este tiempo no he visto que el sol del cielo de día, y la luna y las estrellas de noche; ni sé qué son calles, plazas ni templos, ni aun hombres, fuera de mi padre y de un hermano mío, y de Pedro Pérez el arrendador, que por entrar de ordinario en mi casa, se me antojó decir que era mi padre, por no declarar el mío. Este encerramiento y este negarme el salir de casa, siquiera a la iglesia, ha muchos días y meses que me trae muy desconsolada; quisiera yo ver el mundo, o, a lo menos, el pueblo donde nací, pareciéndome que este deseo no iba contra el buen decoro que las doncellas principales deben guardar a sí mismas. Cuando oía decir que corrían toros y jugaban cañas, y se representaban comedias, preguntaba a mi hermano, que es un año menor que yo, que me dijese qué cosas eran aquéllas, y otras muchas que yo no he visto; él me lo declaraba por los mejores modos que sabía, pero todo era encenderme más el deseo de verlo. Finalmente, por abreviar el cuento de mi perdición, digo que yo rogué y pedí a mi hermano, que nunca tal pidiera ni tal rogara...” Y tornó a renovar el llanto. El mayordomo le dijo: “Prosiga vuestra merced, señora, y acabe de decirnos lo que le ha sucedido; que nos tienen a todos suspensos sus palabras y sus lágrimas.” “Pocas me quedan por decir”, respondió la doncella, “aunque muchas lágrimas sí que llorar, porque los mal colocados deseos no pueden traer consigo otros descuentos que los semejantes.” Habíase sentado en el alma del maestresala la belleza de la doncella, y llegó otra vez su linterna para verla de nuevo, y pareciole que no eran lágrimas las que lloraba, sino aljófar o rocío de los prados, y aun las subía de punto, y las llegaba a perlas orientales, y estaba deseando que su desgracia no fuese tanta como daban a entender los indicios de su llanto y de sus suspiros. Desesperábase el gobernador de la tardanza que tenía la moza en dilatar su historia, y díjole que acabase de tenerlos más suspensos; que era tarde y faltaba mucho que andar del pueblo. Ella entre interrotos sollozos y mal formados suspiros, dijo: “No es otra mi desgracia ni mi infortunio es otro sino que yo rogué a mi hermano que me vistiese en hábitos de hombre con uno de sus vestidos, y que me sacase una noche a ver todo el pueblo cuando nuestro padre durmiese. El, importunado de mis ruegos, condescendió con mi deseo, y, poniéndome este vestido, y él, vistiéndose de otro mío, que le está como nacido, porque él no tiene pelo de barba y no parece sino una doncella hermosísima, esta noche, debe de haber una hora, poco más o menos, nos salimos de casa, y, guiados de nuestro mozo y desbaratado discurso, hemos rodeado todo el pueblo, y cuando queríamos volver a casa, vimos venir un gran tropel de gente, y mi hermano me dijo: «Hermana, »ésta debe de ser la ronda. Aligera los pies pon alas en ellos, y vente tras mí corriendo, porque no nos conozcan; que nos será mal »contado.» Y, diciendo esto, volvió las espaldas y comenzó, no digo a correr, sino a volar; yo, a menos de seis pasos, caí con el sobresalto, y entonces llegó el ministro de la justicia que me trajo ante vuestras mercedes, adonde por mala y antojadiza me veo avergonzada ante tanta gente.” “En efecto, señora”, dijo Sancho, “¿no os ha sucedido otro desmán alguno, ni celos, como vos al principio de vuestro cuento dijisteis, no os sacaron de vuestra casa?” “No me ha sucedido nada, ni me sacaron celos, sino sólo el deseo de ver mundo, que no se extendía a más que a ver las calles de este lugar.” Y acabó de confirmar ser verdad lo que la doncella decía llegar los corchetes con su hermano preso, a quien alcanzó uno de ellos, cuando se huyó de su hermana; no traía sino un faldellín rico y una mantillina de damasco azul con pasamanos de oro fino, la cabeza sin toca ni con otra cosa adornada que sus mismos cabellos, que eran sortijas de oro, según eran rubios y enrizados. Apartáronse con [él] el gobernador, mayordomo y maestresala, y sin que lo oyese su hermana, le preguntaron cómo venía en aquel traje, y él, con no menos vergüenza y empacho contó lo mismo que su hermana había contado, de que recibió gran gusto el enamorado maestresala; pero el gobernador les dijo: “Por cierto, señores, que ésta ha sido una gran rapacería, y para contar esta necedad y atrevimiento no eran menester tantas largas ni tantas lágrimas y suspiros; que con decir: «Somos fulano y fulana, que nos salimos a espaciar de casa de nuestros padres con esta invención, sólo por curiosidad, sin otro designio alguno», se acabara el cuento, y no gemidicos, y lloramicos, y darle.” “Así es la verdad”, respondió la doncella; pero sepan vuestras mercedes que la turbación que he tenido ha sido tanta, que no me ha dejado guardar el término que debía.” “No se ha perdido nada”, respondió Sancho: “vamos, y dejaremos a vuestras mercedes en casa de su padre; quizá no los habrá echado menos. Y de aquí adelante no se muestren tan niños, ni tan deseosos de ver mundo; que la doncella honrada, la pierna quebrada, y en casa. Y la mujer y la gallina, por andar se pierden aína; y la que es deseosa de ver, también tiene deseo de ser vista. No digo más.” El mancebo agradeció al gobernador la merced que quería hacerles de volverlos a su casa, y, así, se encaminaron hacia ella, que no estaba muy lejos de allí. Llegaron, pues, y, tirando el hermano una china a una reja, al momento bajó una criada que los estaba esperando y les abrió la puerta, y ellos se entraron, dejando a todos admirados, así de su gentileza y hermosura, como del deseo que tenían de ver mundo de noche, y sin salir del lugar; pero todo lo atribuyeron a su poca edad. Quedó el maestresala traspasado su corazón, y propuso de luego otro día pedírsela por mujer a su padre, teniendo por cierto que no se la negaría, por ser el criado del duque, y aun a Sancho le vinieron deseos y barruntos de casar al mozo con Sanchica su hija, y determinó de ponerlo en plática a su tiempo, dándose a entender que a una hija de un gobernador ningún marido se le podía negar. Con esto se acabó la ronda de aquella noche, y de allí a dos días el gobierno, con que se destroncaron y borraron todos sus designios, como se verá adelante. PULSA AQUÍ PARA LEER LA RECREACIÓN TEATRAL DE ESTOS CAPÍTULOS POR ALEJANDRO CASONA Y EN CADA AUTOR PARA LEER TEXTOS RELACIONADOS CON EL QUIJOTE: RUBÉN DARÍO GÓMEZ DE LA SERNA JORGE LUIS BORGES JOSÉ MARÍA MERINO |
que con su lengua y sus aguas, ya manso, ya airado, llega
del perro Argel las murallas,
con los ojos del deseo están mirando a su patria cuatro míseros cautivos que del trabajo descansan; y al son del ir y volver de las olas en la playa, con desmayados acentos esto lloran y esto cantan: ¡Cuán cara e[re]s de haber, oh dulce España! Tiene el cielo conjurado con nuestra suerte contraria nuestros cuerpos en cadenas, y en gran peligro las almas. ¡Oh si abriesen ya los cielos sus cerradas cataratas, ya en vez de agua aquí lloviesen pez, resina, azufre y brasas! ¡Oh, si se abriese la tierra, y escondiese en sus entrañas tanto Datán y Virón, tanto brujo y tanta maga! ¡Cuán cara eres de haber, oh dulce España! (Los baños de Argel) PULSA EN CADA NOMBRE PARA LEER POEMAS RELACIONADOS CON PRESOS O CONDENADOS: ROMANCE ANÓNIMO GÓNGORA TIRSO DE MOLINA ESPRONCEDA ROS DE OLANO JOSÉ MARTÍ VALLE INCLÁN ANTONIO MACHADO JORGE GUILLÉN MIGUEL HERNÁNDEZ DIEGO SAN JOSÉ LEÓN FELIPE GABRIEL CELAYA JOSÉ LUIS GALLEGO MARCOS ANA JOSÉ HIERRO MARÍA BENEYTO ALFONSO SASTRE CARLOS ÁLVAREZ VÁZQUEZ MONTALBÁN
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UNA NOCHE de las calurosas del verano, volvían de recrearse del río en Toledo un anciano hidalgo con su mujer, un niño pequeño, una hija de edad de diez y seis años y una criada. La noche era clara; la hora, las once; el camino, solo, y el paso, tardo, por no pagar con cansancio la pensión que traen consigo las holguras que en el río o en la vega se toman en Toledo.
Con la seguridad que promete la mucha justicia y bien inclinada gente de aquella ciudad, venía el buen hidalgo con su honrada familia, lejos de pensar en desastre que sucederles pudiese. Pero, como las más de las desdichas que vienen no se piensan, contra todo su pensamiento, les sucedió una que les turbó la holgura y les dio que llorar muchos años. Hasta veinte y dos tendría un caballero de aquella ciudad a quien la riqueza, la sangre ilustre, la inclinación torcida, la libertad demasiada y las compañías libres, le hacían hacer cosas y tener atrevimientos que desdecían de su calidad y le daban renombre de atrevido. Este caballero, pues (que por ahora, por buenos respectos, encubriendo su nombre, le llamaremos con el de Rodolfo), con otros cuatro amigos suyos, todos mozos, todos alegres y todos insolentes, bajaba por la misma cuesta que el hidalgo subía. Encontráronse los dos escuadrones: el de las ovejas con el de los lobos; y, con deshonesta desenvoltura, Rodolfo y sus camaradas, cubiertos los rostros, miraron los de la madre, y de la hija y de la criada. Alborotóse el viejo y reprochóles y afeóles su atrevimiento. Ellos le respondieron con muecas y burla, y, sin desmandarse a más, pasaron adelante. Pero la mucha hermosura del rostro que había visto Rodolfo, que era el de Leocadia, que así quieren que se llamase la hija del hidalgo, comenzó de tal manera a imprimírsele en la memoria, que le llevó tras sí la voluntad y despertó en él un deseo de gozarla a pesar de todos los inconvenientes que sucederle pudiesen. Y en un instante comunicó su pensamiento con sus camaradas, y en otro instante se resolvieron de volver y robarla, por dar gusto a Rodolfo; que siempre los ricos que dan en liberales hallan quien canonice sus desafueros y califique por buenos sus malos gustos. Y así, el nacer el mal propósito, el comunicarle y el aprobarle y el determinarse de robar a Leocadia y el robarla, casi todo fue en un punto. Pusiéronse los pañizuelos en los rostros, y, desenvainadas las espadas, volvieron, y a pocos pasos alcanzaron a los que no habían acabado de dar gracias a Dios, que de las manos de aquellos atrevidos les había librado. Arremetió Rodolfo con Leocadia, y, cogiéndola en brazos, dio a huir con ella, la cual no tuvo fuerzas para defenderse, y el sobresalto le quitó la voz para quejarse, y aun la luz de los ojos, pues, desmayada y sin sentido, ni vio quién la llevaba, ni adónde la llevaban. Dio voces su padre, gritó su madre, lloró su hermanico, arañóse la criada; pero ni las voces fueron oídas, ni los gritos escuchados, ni movió a compasión el llanto, ni los araños fueron de provecho alguno, porque todo lo cubría la soledad del lugar y el callado silencio de la noche, y las crueles entrañas de los malhechores. Finalmente, alegres se fueron los unos y tristes se quedaron los otros. Rodolfo llegó a su casa sin impedimento alguno, y los padres de Leocadia llegaron a la suya lastimados, afligidos y desesperados: ciegos, sin los ojos de su hija, que eran la lumbre de los suyos; solos, porque Leocadia era su dulce y agradable compañía; confusos, sin saber si sería bien dar noticia de su desgracia a la justicia, temerosos no fuesen ellos el principal instrumento de publicar su deshonra. Veíanse necesitados de favor, como hidalgos pobres. No sabían de quién quejarse, sino de su corta ventura. Rodolfo, en tanto, sagaz y astuto, tenía ya en su casa y en su aposento a Leocadia; a la cual, puesto que sintió que iba desmayada cuando la llevaba, la había cubierto los ojos con un pañuelo, porque no viese las calles por donde la llevaba, ni la casa ni el aposento donde estaba; en el cual, sin ser visto de nadie, a causa que él tenía un cuarto aparte en la casa de su padre, que aún vivía, y tenía de su estancia la llave y las de todo el cuarto (inadvertencia de padres que quieren tener sus hijos recogidos), antes que de su desmayo volviese Leocadia, había cumplido su deseo Rodolfo; que los ímpetus no castos de la mocedad pocas veces o ninguna reparan en comodidades y requisitos que más los inciten y levanten. Ciego de la luz del entendimiento, a escuras robó la mejor prenda de Leocadia; y, como los pecados de la sensualidad por la mayor parte no tiran más allá la barra del término del cumplimiento dellos, quisiera luego Rodolfo que de allí se desapareciera Leocadia, y le vino a la imaginación de ponella en la calle, así desmayada como estaba. Y, yéndolo a poner en obra, sintió que volvía en sí, diciendo: _¿Adónde estoy, desdichada? ¿Qué escuridad es ésta, qué tinieblas me rodean? ¿Estoy en el limbo de mi inocencia o en el infierno de mis culpas? ¡Jesús!, ¿quién me toca? ¿Yo en cama, yo lastimada? ¿Escúchasme, madre y señora mía? ¿Óyesme, querido padre? ¡Ay sin ventura de mí!, que bien advierto que mis padres no me escuchan y que mis enemigos me tocan; venturosa sería yo si esta escuridad durase para siempre, sin que mis ojos volviesen a ver la luz del mundo, y que este lugar donde ahora estoy, cualquiera que él se fuese, sirviese de sepultura a mi honra, pues es mejor la deshonra que se ignora que la honra que está puesta en opinión de las gentes. Ya me acuerdo (¡que nunca yo me acordara!) que ha poco que venía en la compañía de mis padres; ya me acuerdo que me saltearon, ya me imagino y veo que no es bien que me vean las gentes. ¡Oh tú, cualquiera que seas, que aquí estás conmigo (y en esto tenía asido de las manos a Rodolfo), si es que tu alma admite género de ruego alguno, te ruego que, ya que has triunfado de mi fama, triunfes también de mi vida! ¡Quítamela al momento, que no es bien que la tenga la que no tiene honra! ¡Mira que el rigor de la crueldad que has usado conmigo en ofenderme se templará con la piedad que usarás en matarme; y así, en un mismo punto, vendrás a ser cruel y piadoso! Confuso dejaron las razones de Leocadia a Rodolfo; y, como mozo poco experimentado, ni sabía qué decir ni qué hacer, cuyo silencio admiraba más a Leocadia, la cual con las manos procuraba desengañarse si era fantasma o sombra la que con ella estaba. Pero, como tocaba cuerpo y se le acordaba de la fuerza que se le había hecho, viniendo con sus padres, caía en la verdad del cuento de su desgracia. Y con este pensamiento tornó a añudar las razones que los muchos sollozos y suspiros habían interrumpido, diciendo: _Atrevido mancebo, que de poca edad hacen tus hechos que te juzgue, yo te perdono la ofensa que me has hecho con sólo que me prometas y jures que, como la has cubierto con esta escuridad, la cubrirás con perpetuo silencio sin decirla a nadie. Poca recompensa te pido de tan grande agravio, pero para mí será la mayor que yo sabré pedirte ni tú querrás darme. Advierte en que yo nunca he visto tu rostro, ni quiero vértele; porque, ya que se me acuerde de mi ofensa, no quiero acordarme de mi ofensor ni guardar en la memoria la imagen del autor de mi daño. Entre mí y el cielo pasarán mis quejas, sin querer que las oiga el mundo, el cual no juzga por los sucesos las cosas, sino conforme a él se le asienta en la estimación. No sé cómo te digo estas verdades, que se suelen fundar en la experiencia de muchos casos y en el discurso de muchos años, no llegando los míos a diez y siete; por do me doy a entender que el dolor de una misma manera ata y desata la lengua del afligido: unas veces exagerando su mal, para que se le crean, otras veces no diciéndole, porque no se le remedien. De cualquiera manera, que yo calle o hable, creo que he de moverte a que me creas o que me remedies, pues el no creerme será ignorancia, y el [no] remediarme, imposible de tener algún alivio. No quiero desesperarme, porque te costará poco el dármele; y es éste: mira, no aguardes ni confíes que el discurso del tiempo temple la justa saña que contra ti tengo, ni quieras amontonar los agravios: mientras menos me gozares, y habiéndome ya gozado, menos se encenderán tus malos deseos. Haz cuenta que me ofendiste por accidente, sin dar lugar a ningún buen discurso; yo la haré de que no nací en el mundo, o que si nací, fue para ser desdichada. Ponme luego en la calle, o a lo menos junto a la iglesia mayor, porque desde allí bien sabré volverme a mi casa; pero también has de jurar de no seguirme, ni saberla, ni preguntarme el nombre de mis padres, ni el mío, ni de mis parientes, que, a ser tan ricos como nobles, no fueran en mí tan desdichados. Respóndeme a esto; y si temes que te pueda conocer en la habla, hágote saber que, fuera de mi padre y de mi confesor, no he hablado con hombre alguno en mi vida, y a pocos he oído hablar con tanta comunicación que pueda distinguirles por el sonido de la habla. La respuesta que dio Rodolfo a las discretas razones de la lastimada Leocadia no fue otra que abrazarla, dando muestras que quería volver a confirmar en él su gusto y en ella su deshonra. Lo cual visto por Leocadia, con más fuerzas de las que su tierna edad prometían, se defendió con los pies, con las manos, con los dientes y con la lengua, diciéndole: _Haz cuenta, traidor y desalmado hombre, quienquiera que seas, que los despojos que de mí has llevado son los que pudiste tomar de un tronco o de una columna sin sentido, cuyo vencimiento y triunfo ha de redundar en tu infamia y menosprecio. Pero el que ahora pretendes no le has de alcanzar sino con mi muerte. Desmayada me pisaste y aniquilaste; mas, ahora que tengo bríos, antes podrás matarme que vencerme: que si ahora, despierta, sin resistencia concediese con tu abominable gusto, podrías imaginar que mi desmayo fue fingido cuando te atreviste a destruirme. Finalmente, tan gallarda y porfiadamente se resistió Leocadia, que las fuerzas y los deseos de Rodolfo se enflaquecieron; y, como la insolencia que con Leocadia había usado no tuvo otro principio que de un ímpetu lascivo, del cual nunca nace el verdadero amor, que permanece, en lugar del ímpetu, que se pasa, queda, si no el arrepentimiento, a lo menos una tibia voluntad de segundalle. Frío, pues, y cansado Rodolfo, sin hablar palabra alguna, dejó a Leocadia en su cama y en su casa; y, cerrando el aposento, se fue a buscar a sus camaradas para aconsejarse con ellos de lo que hacer debía. Sintió Leocadia que quedaba sola y encerrada; y, levantándose del lecho, anduvo todo el aposento, tentando las paredes con las manos, por ver si hallaba puerta por do irse o ventana por do arrojarse. Halló la puerta, pero bien cerrada, y topó una ventana que pudo abrir, por donde entró el resplandor de la luna, tan claro, que pudo distinguir Leocadia las colores de unos damascos que el aposento adornaban. Vio que era dorada la cama, y tan ricamente compuesta que más parecía lecho de príncipe que de algún particular caballero. Contó las sillas y los escritorios; notó la parte donde la puerta estaba, y, aunque vio pendientes de las paredes algunas tablas, no pudo alcanzar a ver las pinturas que contenían. La ventana era grande, guarnecida y guardada de una gruesa reja; la vista caía a un jardín que también se cerraba con paredes altas; dificultades que se opusieron a la intención que de arrojarse a la calle tenía. Todo lo que vio y notó de la capacidad y ricos adornos de aquella estancia le dio a entender que el dueño della debía de ser hombre principal y rico, y no comoquiera, sino aventajadamente. En un escritorio, que estaba junto a la ventana, vio un rucifijo pequeño, todo de plata, el cual tomó y se le puso en la manga de la ropa, no por devoción ni por hurto, sino llevada de un discreto designio suyo. Hecho esto, cerró la ventana como antes estaba y volvióse al lecho, esperando qué fin tendría el mal principio de su suceso. No habría pasado, a su parecer, media hora, cuando sintió abrir la puerta del aposento y que a ella se llegó una persona; y, sin hablarle palabra, con un pañuelo le vendó los ojos, y tomándola del brazo la sacó fuera de la estancia, y sintió que volvía a cerrar la puerta. Esta persona era Rodolfo, el cual, aunque había ido a buscar a sus camaradas, no quiso hallarlas, pareciéndole que no le estaba bien hacer testigos de lo que con aquella doncella había pasado; antes, se resolvió en decirles que, arrepentido del mal hecho y movido de sus lágrimas, la había dejado en la mitad del camino. Con este acuerdo volvió tan presto a poner a Leocadia junto a la iglesia mayor, como ella se lo había pedido, antes que amaneciese y el día le estorbase de echalla, y le forzase a tenerla en su aposento hasta la noche venidera, en el cual espacio de tiempo ni él quería volver a usar de sus fuerzas ni dar ocasión a ser conocido. Llevóla, pues, hasta la plaza que llaman de Ayuntamiento; y allí, en voz trocada y en lengua medio portuguesa y castellana, le dijo que seguramente podía irse a su casa, porque de nadie sería seguida; y, antes que ella tuviese lugar de quitarse el pañuelo, ya él se había puesto en parte donde no pudiese ser visto. Quedó sola Leocadia, quitóse la venda, reconoció el lugar donde la dejaron. Miró a todas partes, no vio a persona; pero, sospechosa que desde lejos la siguiesen, a cada paso se detenía, dándolos hacia su casa, que no muy lejos de allí estaba. Y, por desmentir las espías, si acaso la seguían, se entró en una casa que halló abierta, y de allí a poco se fue a la suya, donde halló a sus padres atónitos y sin desnudarse, y aun sin tener pensamiento de tomar descanso alguno. Cuando la vieron, corrieron a ella con brazos abiertos, y con lágrimas en los ojos la recibieron. Leocadia, llena de sobresalto y alboroto, hizo a sus padres que se tirasen con ella aparte, como lo hicieron; y allí, en breves palabras, les dio cuenta de todo su desastrado suceso, con todas la circunstancias dél y de la ninguna noticia que traía del salteador y robador de su honra. Díjoles lo que había visto en el teatro donde se representó la tragedia de su desventura: la ventana, el jardín, la reja, los escritorios, la cama, los damascos; y a lo último les mostró el crucifijo que había traído, ante cuya imagen se renovaron las lágrimas, se hicieron deprecaciones, se pidieron venganzas y desearon milagrosos castigos. Dijo ansimismo que, aunque ella no deseaba venir en conocimiento de su ofensor, que si a sus padres les parecía ser bien conocelle, que por medio de aquella imagen podrían, haciendo que los sacristanes dijesen en los púlpitos de todas las parroquias de la ciudad, que el que hubiese perdido tal imagen la hallaría en poder del religioso que ellos señalasen; y que ansí, sabiendo el dueño de la imagen, se sabría la casa y aun la persona de su enemigo. A esto replicó el padre: _Bien habías dicho, hija, si la malicia ordinaria no se opusiera a tu discreto discurso, pues está claro que esta imagen hoy, en este día, se ha de echar menos en el aposento que dices, y el dueño della ha de tener por cierto que la persona que con él estuvo se la llevó; y, de llegar a su noticia que la tiene algún religioso, antes ha de servir de conocer quién se la dio al tal que la tiene, que no de declarar el dueño que la perdió, porque puede hacer que venga por ella otro a quien el dueño haya dado las señas. Y, siendo esto ansí, antes quedaremos confusos que informados; puesto que podamos usar del mismo artificio que sospechamos, dándola al religioso por tercera persona. Lo que has de hacer, hija, es guardarla y encomendarte a ella; que, pues ella fue testigo de tu desgracia, permitirá que haya juez que vuelva por tu justicia. Y advierte, hija, que más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia secreta. Y, pues puedes vivir honrada con Dios en público, no te pene de estar deshonrada contigo en secreto: la verdadera deshonra está en el pecado, y la verdadera honra en la virtud; con el dicho, con el deseo y con la obra se ofende a Dios; y, pues tú, ni en dicho, ni en pensamiento, ni en hecho le has ofendido, tente por honrada, que yo por tal te tendré, sin que jamás te mire sino como verdadero padre tuyo. Con estas prudentes razones consoló su padre a Leocadia, y, abrazándola de nuevo su madre, procuró también consolarla. Ella gimió y lloró de nuevo, y se redujo a cubrir la cabeza, como dicen, y a vivir recogidamente debajo del amparo de sus padres, con vestido tan honesto como pobre. Rodolfo, en tanto, vuelto a su casa, echando menos la imagen del crucifijo, imaginó quién podía haberla llevado; pero no se le dio nada, y, como rico, no hizo cuenta dello, ni sus padres se la pidieron cuando de allí a tres días, que él se partió a Italia, entregó por cuenta a una camarera de su madre todo lo que en el aposento dejaba. Muchos días había que tenía Rodolfo determinado de pasar a Italia; y su padre, que había estado en ella, se lo persuadía, diciéndole que no eran caballeros los que solamente lo eran en su patria, que era menester serlo también en las ajenas. Por estas y otras razones, se dispuso la voluntad de Rodolfo de cumplir la de su padre, el cual le dio crédito de muchos dineros para Barcelona, Génova, Roma y Nápoles; y él, con dos de sus camaradas, se partió luego, goloso de lo que había oído decir a algunos soldados de la abundancia de las hosterías de Italia y Francia, [y] de la libertad que en los alojamientos tenían los españoles. Sonábale bien aquel Eco li buoni polastri, picioni, presuto e salcicie, con otros nombres deste jaez, de quien los soldados se acuerdan cuando de aquellas partes vienen a éstas y pasan por la estrecheza e incomodidades de las ventas y mesones de España. Finalmente, él se fue con tan poca memoria de lo que con Leocadia le había sucedido, como si nunca hubiera pasado. Ella, en este entretanto, pasaba la vida en casa de sus padres con el recogimiento posible, sin dejar verse de persona alguna, temerosa que su desgracia se la habían de leer en la frente. Pero a pocos meses vio serle forzoso hacer por fuerza lo que hasta allí de grado hacía. Vio que le convenía vivir retirada y escondida, porque se sintió preñada: suceso por el cual las en algún tanto olvidadas lágrimas volvieron a sus ojos, y los suspiros y lamentos comenzaron de nuevo a herir los vientos, sin ser parte la discreción de su buena madre a consolalla. Voló el tiempo, y llegóse el punto del parto, y con tanto secreto, que aun no se osó fiar de la partera; usurpando este oficio la madre, dio a la luz del mundo un niño de los hermosos que pudieran imaginarse. Con el mismo recato y secreto que había nacido, le llevaron a una aldea, donde se crió cuatro años, al cabo de los cuales, con nombre de sobrino, le trujo su abuela a su casa, donde se criaba, si no muy rica, a lo menos muy virtuosamente. Era el niño (a quien pusieron nombre Luis, por llamarse así su abuelo), de rostro hermoso, de condición mansa, de ingenio agudo, y, en todas las acciones que en aquella edad tierna podía hacer, daba señales de ser de algún noble padre engendrado; y de tal manera su gracia, belleza y discreción enamoraron a sus abuelos, que vinieron a tener por dicha la desdicha de su hija por haberles dado tal nieto. Cuando iba por la calle, llovían sobre él millares de bendiciones: unos bendecían su hermosura, otros la madre que lo había parido, éstos el padre que le engendró, aquéllos a quien tan bien criado le criaba. Con este aplauso de los que le conocían y no conocían, llegó el niño a la edad de siete años, en la cual ya sabía leer latín y romance y escribir formada y muy buena letra; porque la intención de sus abuelos era hacerle virtuoso y sabio, ya que no le podían hacer rico; como si la sabiduría y la virtud no fuesen las riquezas sobre quien no tienen jurisdicción los ladrones, ni la que llaman Fortuna. |
Sucedió, pues, que un día que el niño fue con un recaudo de su abuela a una parienta suya, acertó a pasar por una calle donde había carrera de caballeros. Púsose a mirar, y, por mejorarse de puesto, pasó de una parte a otra, a tiempo que no pudo huir de ser atropellado de un caballo, a cuyo dueño no fue posible detenerle en la furia de su carrera. Pasó por encima dél, y dejóle como muerto, tendido en el suelo, derramando mucha sangre de la cabeza. Apenas esto hubo sucedido, cuando un caballero anciano que estaba mirando la carrera, con no vista ligereza se arrojó de su caballo y fue donde estaba el niño; y, quitándole de los brazos de uno que ya le tenía, le puso en los suyos, y, sin tener cuenta con sus canas ni con su autoridad, que era mucha, a paso largo se fue a su casa, ordenando a sus criados que le dejasen y fuesen a buscar un cirujano que al niño curase. Muchos caballeros le siguieron, lastimados de la desgracia de tan hermoso niño, porque luego salió la voz que el atropellado era Luisico, el sobrino del tal caballero, nombrando a su abuelo. Esta voz corrió de boca en boca hasta que llegó a los oídos de sus abuelos y de su encubierta madre; los cuales, certificados bien del caso, como desatinados y locos, salieron a buscar a su querido; y por ser tan conocido y tan principal el caballero que le había llevado, muchos de los que encontraron les dijeron su casa, a la cual llegaron a tiempo que ya estaba el niño en poder del cirujano. El caballero y su mujer, dueños de la casa, pidieron a los que pensaron ser sus padres que no llorasen ni alzasen la voz a quejarse, porque no le sería al niño de ningún provecho. El cirujano, que era famoso, habiéndole curado con grandísimo tiento y maestría, dijo que no era tan mortal la herida como él al principio había temido. En la mitad de la cura volvió Luis a su acuerdo, que hasta allí había estado sin él, y alegróse en ver a sus tíos, los cuales le preguntaron llorando que cómo se sentía. Respondió que bueno, sino que le dolía mucho el cuerpo y la cabeza. Mandó el médico que no hablasen con él, sino que le dejasen reposar. Hízose ansí, y su abuelo comenzó a agradecer al señor de la casa la gran caridad que con su sobrino había usado. A lo cual respondió el caballero que no tenía qué agradecelle, porque le hacía saber que, cuando vio al niño caído y atropellado, le pareció que había visto el rostro de un hijo suyo, a quien él quería tiernamente, y que esto le movió a tomarle en sus brazos y traerle a su casa, donde estaría todo el tiempo que la cura durase, con el regalo que fuese posible y necesario. Su mujer, que era una noble señora, dijo lo mismo y hizo aun más encarecidas promesas. Admirados quedaron de tanta cristiandad los abuelos, pero la madre quedó más admirada; porque, habiendo con las nuevas del cirujano sosegádose algún tanto su alborotado espíritu, miró atentamente el aposento donde su hijo estaba, y claramente, por muchas señales, conoció que aquella era la estancia donde se había dado fin a su honra y principio a su desventura; y, aunque no estaba adornada de los damascos que entonces tenía, conoció la disposición della, vio la ventana de la reja que caía al jardín; y, por estar cerrada a causa del herido, preguntó si aquella ventana respondía a algún jardín, y fuele respondido que sí; pero lo que más conoció fue que aquélla era la misma cama que tenía por tumba de su sepultura; y más, que al estaba la imagen que había traído, se estaba en el mismo lugar.
Finalmente, sacaron a luz la verdad de todas sus sospechas los escalones, que ella había contado cuando la sacaron del aposento tapados los ojos (digo los escalones que había desde allí a la calle, que con advertencia discreta contó). Y, cuando volvió a su casa, dejando a su hijo, los volvió a contar y halló cabal el número. Y, confiriendo unas señales con otras, de todo punto certificó por verdadera su imaginación, de la cual dio por extenso cuenta a su madre, que, como discreta, se informó si el caballero donde su nieto estaba había tenido o tenía algún hijo. Y halló que el que llamamos Rodolfo lo era, y que estaba en Italia; y, tanteando el tiempo que le dijeron que había faltado de España, vio que eran los mismos siete años que el nieto tenía. Dio aviso de todo esto a su marido, y entre los dos y su hija acordaron de esperar lo que Dios hacía del herido, el cual dentro de quince días estuvo fuera de peligro y a los treinta se levantó; en todo el cual tiempo fue visitado de la madre y de la abuela, y regalado de los dueños de la casa como si fuera su mismo hijo. Y algunas veces, hablando con Leocadia doña Estefanía, que así se llamaba la mujer del caballero, le decía que aquel niño parecía tanto a un hijo suyo que estaba en Italia, que ninguna vez le miraba que no le pareciese ver a su hijo delante. Destas razones tomó ocasión de decirle una vez, que se halló sola con ella, las que con acuerdo de sus padres había determinado de decille, que fueron éstas o otras semejantes:
_El día, señora, que mis padres oyeron decir que su sobrino estaba tan malparado, creyeron y pensaron que se les había cerrado el cielo y caído todo el mundo a cuestas. Imaginaron que ya les faltaba la lumbre de sus ojos y el báculo de su vejez, faltándoles este sobrino, a quien ellos quieren con amor de tal manera, que con muchas ventajas excede al que suelen tener otros padres a sus hijos. Mas, como decirse suele, que cuando Dios da la llaga da la medicina, la halló el niño en esta casa, y yo en ella el acuerdo de unas memorias que no las podré olvidar mientras la vida me durare. Yo, señora, soy noble porque mis padres lo son y lo han sido todos mis antepasados, que, con una medianía de los bienes de fortuna, han sustentado su honra felizmente dondequiera que han vivido. Admirada y suspensa estaba doña Estefanía, escuchando las razones de Leocadia, y no podía creer, aunque lo veía, que tanta discreción pudiese encerrarse en tan pocos años, puesto que, a su parecer, la juzgaba por de veinte, poco más a menos. Y, sin decirle ni replicarle palabra, esperó todas las que quiso decirle, que fueron aquellas que bastaron para contarle la travesura de su hijo, la deshonra suya, el robo, el cubrirle los ojos, el traerla a aquel aposento, las señales en que había conocido ser aquel mismo que sospechaba. Para cuya confirmación sacó del pecho la imagen del crucifijo que había llevado, a quien dijo: _Tú, Señor, que fuiste testigo de la fuerza que se me hizo, sé juez de la enmienda que se me debe hacer. De encima de aquel escritorio te llevé con propósito de acordarte siempre mi agravio, no para pedirte venganza dél que no la pretendo, sino para rogarte me dieses algún consuelo con que llevar en paciencia mi desgracia. »Este niño, señora, con quien habéis mostrado el extremo de vuestra caridad, es vuestro verdadero nieto. Permisión fue del cielo el haberle atropellado, para que, trayéndole a vuestra casa, hallase yo en ella, como espero que he de hallar, si no el remedio que mejor convenga, y cuando no con mi desventura, a lo menos el medio con que pueda sobrellevalla. Diciendo esto, abrazada con el crucifijo, cayó desmayada en los brazos de Estefanía, la cual, en fin, como mujer y noble, en quien la compasión y misericordia suele ser tan natural como la crueldad en el hombre, apenas vio el desmayo de Leocadia, cuando juntó su rostro con el suyo, derramando sobre él tantas lágrimas que no fue menester esparcirle otra agua encima para que Leocadia en sí volviese. Estando las dos desta manera, acertó a entrar el caballero marido de Estefanía, que traía a Luisico de la mano; y, viendo el llanto de Estefanía y el desmayo de Leocadia, preguntó a gran priesa le dijesen la causa de do procedía. El niño abrazaba a su madre por su prima y a su abuela por su bienhechora, y asimismo preguntaba por qué lloraban. _Grandes cosas, señor, hay que deciros _respondió Estefanía a su marido_, cuyo remate se acabará con deciros que hagáis cuenta que esta desmayada es hija vuestra y este niño vuestro nieto. Esta verdad que os digo me ha dicho esta niña, y la ha confirmado y confirma el rostro deste niño, en el cual entrambos habemos visto el de nuestro hijo. _Si más no os declaráis, señora, yo no os entiendo _replicó el caballero. En esto volvió en sí Leocadia, y, abrazada del crucifijo, parecía estar convertida en un mar de llanto. Todo lo cual tenía puesto en gran confusión al caballero, de la cual salió contándole su mujer todo aquello que Leocadia le había contado; y él lo creyó, por divina permisión del cielo, como si con muchos y verdaderos testigos se lo hubieran probado. Consoló y abrazó a Leocadia, besó a su nieto, y aquel mismo día despacharon un correo a Nápoles, avisando a su hijo se viniese luego, porque le tenían concertado casamiento con una mujer hermosa sobremanera y tal cual para él convenía. No consintieron que Leocadia ni su hijo volviesen más a la casa de sus padres, los cuales, contentísimos del buen suceso de su hija, daban sin cesar infinitas gracias a Dios por ello. Llegó el correo a Nápoles, y Rodolfo, con la golosina de gozar tan hermosa mujer como su padre le significaba, de allí a dos días que recibió la carta, ofreciéndosele ocasión de cuatro galeras que estaban a punto de venir a España, se embarcó en ellas con sus dos camaradas, que aún no le habían dejado, y con próspero suceso en doce días llegó a Barcelona, y de allí, por la posta, en otros siete se puso en Toledo y entró en casa de su padre, tan galán y tan bizarro, que los extremos de la gala y de la bizarría estaban en él todos juntos. Alegráronse sus padres con la salud y bienvenida de su hijo. Suspendióse Leocadia, que de parte escondida le miraba, por no salir de la traza y orden que doña Estefanía le había dado. Las camaradas de Rodolfo quisieran irse a sus casas luego, pero no lo consintió Estefanía por haberlos menester para su designio. Estaba cerca la noche cuando Rodolfo llegó, y, en tanto que se aderezaba la cena, Estefanía llamó aparte las camaradas de su hijo, creyendo, sin duda alguna, que ellos debían de ser los dos de los tres que Leocadia había dicho que iban con Rodolfo la noche que la robaron, y con grandes ruegos les pidió le dijesen si se acordaban que su hijo había robado a una mujer tal noche, tanto años había; porque el saber la verdad desto importaba la honra y el sosiego de todos sus parientes. Y con tales y tantos encarecimientos se lo supo rogar, y de tal manera asegurar les que de descubrir este robo no les podía suceder daño alguno, que ellos tuvieron por bien de confesar ser verdad que una noche de verano, yendo ellos dos y otro amigo con Rodolfo, robaron en la misma que ella señalaba a una muchacha, y que Rodolfo se había venido con ella, mientras ellos detenían a la gente de su familia, que con voces la querían defender, y que otro día les había dicho Rodolfo que la había llevado a su casa; y sólo esto era lo que podían responder a lo que les preguntaban. La confesión destos dos fue echar la llave a todas las dudas que en tal caso le podían ofrecer; y así, determinó de llevar al cabo su buen pensamiento, que fue éste: poco antes que se sentasen a cenar, se entró en un aposento a solas su madre con Rodolfo, y, poniéndole un retrato en las manos, le dijo: _Yo quiero, Rodolfo hijo, darte una gustosa cena con mostrarte a tu esposa: éste es su verdadero retrato, pero quiérote advertir que lo que le falta de belleza le sobra de virtud; es noble y discreta y medianamente rica, y, pues tu padre y yo te la hemos escogido, asegúrate que es la que te conviene. Atentamente miró Rodolfo el retrato, y dijo: _Si los pintores, que ordinariamente suelen ser pródigos de la hermosura con los rostros que retratan, lo han sido también con éste, sin duda creo que el original debe de ser la misma fealdad. A la fe, señora y madre mía, justo es y bueno que los hijos obedezcan a sus padres en cuanto les mandaren; pero también es conveniente, y mejor, que los padres den a sus hijos el estado de que más gustaren. Y, pues el del matrimonio es nudo que no le desata sino la muerte, bien será que sus lazos sean iguales y de unos mismos hilos fabricados. La virtud, la nobleza, la discreción y los bienes de la fortuna bien pueden alegrar el entendimiento de aquel a quien le cupieron en suerte con su esposa; pero que la fealdad della alegre los ojos del esposo, paréceme imposible. Mozo soy, pero bien se me entiende que se compadece con el sacramento del matrimonio el justo y debido deleite que los casados gozan, y que si él falta, cojea el matrimonio y desdice de su segunda intención. Pues pensar que un rostro feo, que se ha de tener a todas horas delante de los ojos, en la sala, en la mesa y en la cama, pueda deleitar, otra vez digo que lo tengo por casi imposible. Por vida de vuesa merced, madre mía, que me dé compañera que me entretenga y no enfade; porque, sin torcer a una o a otra parte, igualmente y por camino derecho llevemos ambos a dos el yugo donde el cielo nos pusiere. Si esta señora es noble, discreta y rica, como vuesa merced dice, no le faltará esposo que sea de diferente humor que el mío: unos hay que buscan nobleza, otros discreción, otros dineros y otros hermosura; y yo soy destos últimos. Porque la nobleza, gracias al cielo y a mis pasados y a mis padres, que me la dejaron por herencia; discreción, como una mujer no sea necia, tonta o boba, bástale que ni por aguda despunte ni por boba no aproveche; de las riquezas, también las de mis padres me hacen no estar temeroso de venir a ser pobre. La hermosura busco, la belleza quiero, no con otra dote que con la de la honestidad y buenas costumbres; que si esto trae mi esposa, yo serviré a Dios con gusto daré buena vejez a mis padres. Contentísima quedó su madre de las razones de Rodolfo, por haber conocido por ellas que iba saliendo bien con su designio. Respondióle que ella procuraría casarle conforme su deseo, que no tuviese pena alguna, que era fácil deshacerse los conciertos que de casarle con aquella señora estaban hechos. Agradecióselo Rodolfo, y, por ser llegada la hora de cenar, se fueron a la mesa. Y, habiéndose ya sentado a ella el padre y la madre, Rodolfo y sus dos camaradas, dijo doña Estefanía al descuido: _¡Pecadora de mí, y qué bien que trato a mi huéspeda! Andad vos _dijo a un criado_, decid a la señora doña Leocadia que, sin entrar en cuentas con su mucha honestidad, nos venga a honrar esta mesa, que los que a ella están todos son mis hijos y sus servidores. Todo esto era traza suya, y de todo lo que había de hacer estaba avisada y advertida Leocadia. Poco tardó en salir Leocadia y dar de sí la improvisa y más hermosa muestra que pudo dar jamás compuesta y natural hermosura. Venía vestida, por ser invierno, de una saya entera de terciopelo negro, llovida de botones de oro y perlas, cintura y collar de diamantes. Sus mismos cabellos, que eran luengos y no demasiadamente rubios, le servían de adorno y tocas, cuya invención de lazos y rizos y vislumbres de diamantes que con ellas se entretejían, turbaban la luz de los ojos que os miraban. Era Leocadia de gentil disposición y brío; traía de la mano a su hijo, y delante della venían dos doncellas, alumbrándola con dos velas de cera en dos candeleros de plata. Levantáronse todos a hacerla reverencia, como si fuera a alguna cosa del cielo que allí milagrosamente se había aparecido. Ninguno de los que allí estaban embebecidos mirándola parece que, de atónitos, no acertaron a decirle palabra. Leocadia, con airosa gracia y discreta crianza, se humilló a todos; y, tomándola de la mano Estefanía la sentó junto a sí, frontero de Rodolfo. Al niño sentaron junto a su abuelo. Rodolfo, que desde más cerca miraba la incomparable belleza de Leocadia, decía entre sí: «Si la mitad desta hermosura tuviera la que mi madre me tiene escogida por esposa, tuviérame yo por el más dichoso hombre del mundo. ¡Válame Dios! ¿Qué es esto que veo? ¿Es por ventura algún ángel humano el que estoy mirando?» Y en esto, se le iba entrando por los ojos a tomar posesión de su alma la hermosa imagen de Leocadia, la cual, en tanto que la cena venía, viendo también tan cerca de sí al que ya quería más que a la luz de los ojos, con que alguna vez a hurto le miraba, comenzó a revolver en su imaginación lo que con Rodolfo había pasado. Comenzaron a enflaquecerse en su alma las esperanzas que de ser su esposo su madre le había dado, temiendo que a la cortedad de su ventura habían de corresponder las promesas de su madre. Consideraba cuán cerca estaba de ser dichosa o sin dicha para siempre. Y fue la consideración tan intensa y los pensamientos tan revueltos, que le apretaron el corazón de manera que comenzó a sudar y a perderse de color en un punto, sobreviniéndole un desmayo que le forzó a reclinar la cabeza en los brazos de doña Estefanía, que, como ansí la vio, con turbación la recibió en ellos. Sobresaltáronse todos, y, dejando la mesa, acudieron a remediarla. Pero el que dio más muestras de sentirlo fue Rodolfo, pues por llegar presto a ella tropezó y cayó dos veces. Ni por desabrocharla ni echarla agua en el rostro volvía en sí; antes, el levantado pecho y el pulso, que no se le hallaban, iban dando precisas señales de su muerte; y las criadas y criados de casa, como menos considerados, dieron voces y la publicaron por muerta. Estas amargas nuevas llegaron a los oídos de los padres de Leocadia, que para más gustosa ocasión los tenía doña Estefanía escondidos. Los cuales, con el cura de la parroquia, que ansimismo con ellos estaba, rompiendo el orden de Estefanía, salieron a la sala. Llegó el cura presto, por ver si por algunas señales daba indicios de arrepentirse de sus pecados, para absolverla dellos; y donde pensó hallar un desmayado halló dos, porque ya estaba Rodolfo, puesto el rostro sobre el pecho de Leocadia. Diole su madre lugar que a ella llegase, como a cosa que había de ser suya; pero, cuando vio que también estaba sin sentido, estuvo a pique de perder el suyo, y le perdiera si no viera que Rodolfo tornaba en sí, como volvió, corrido de que le hubiesen visto hacer tan extremados extremos. Pero su madre, casi como adivina de lo que su hijo sentía, le dijo: _No te corras, hijo, de los extremos que has hecho, sino córrete de los que no hicieres cuando sepas lo que no quiero tenerte más encubierto, puesto que pensaba dejarlo hasta más alegre coyuntura. Has de saber, hijo de mi alma, que esta desmayada que en los brazos tengo es tu verdadera esposa: llamo verdadera porque yo y tu padre te la teníamos escogida, que la del retrato es falsa. Cuando esto oyó Rodolfo, llevado de su amoroso y encendido deseo, y quitándole el nombre de esposo todos los estorbos que la honestidad y decencia del lugar le podían poner, se abalanzó al rostro de Leocadia, y, juntando su boca con la della, estaba como esperando que se le saliese el alma para darle acogida en la suya. Pero, cuando más las lágrimas de todos por lástima crecían, y por dolor las voces se aumentaban, y los cabellos y barbas de la madre y padre de Leocadia arrancados venían a menos, y los gritos de su hijo penetraban los cielos, volvió en sí Leocadia, y con su vuelta volvió la alegría y el contento que de los pechos de los circunstantes se había ausentado. Hallóse Leocadia entre los brazos de Rodolfo, y quisiera con honesta fuerza desasirse dellos; pero él le dijo: _No, señora, no ha de ser ansí. No es bien que punéis por apartaros de los brazos de aquel que os tiene en el alma. A esta razón acabó de todo en todo de cobrar Leocadia sus sentidos, y acabó doña Estefanía de no llevar más adelante su determinación primera, diciendo al cura que luego luego desposase a su hijo con Leocadia. Él lo hizo ansí, que por haber sucedido este caso en tiempo cuando con sola la voluntad de los contrayentes, sin las diligencias y prevenciones justas y santas que ahora se usan, quedaba hecho el matrimonio, no hubo dificultad que impidiese el desposorio. El cual hecho, déjese a otra pluma y a otro ingenio más delicado que el mío el contar la alegría universal de todos los que en él se hallaron: los abrazos que los padres de Leocadia dieron a Rodolfo, las gracias que dieron al cielo y a sus padres, los ofrecimientos de las partes, la admiración de las camaradas de Rodolfo, que tan impensadamente vieron la misma noche de su llegada tan hermoso desposorio, y más cuando supieron, por contarlo delante de todos doña Estefanía, que Leocadia era la doncella que en su compañía su hijo había robado, de que no menos suspenso quedó Rodolfo. Y, por certificarse más de aquella verdad, preguntó a Leocadia le dijese alguna señal por donde viniese en conocimiento entero de lo que no dudaba, por parecerles que sus padres lo tendrían bien averiguado. Ella respondió: _Cuando yo recordé y volví en mí de otro desmayo, me hallé, señor, en vuestros brazos sin honra; pero yo lo doy por bien empleado, pues, al volver del que ahora he tenido, ansimismo me hallé en los brazos de entonces, pero honrada. Y si esta señal no basta, baste la de una imagen de un crucifijo que nadie os la pudo hurtar sino yo, si es que por la mañana le echaste de menos y si es el mismo que tiene mi señora. _Vos lo sois de mi alma, y lo seréis los años que Dios ordenare, bien mío. Y, abrazándola de nuevo, de nuevo volvieron las bendiciones y parabienes que les dieron. Vino la cena, y vinieron músicos que para esto estaban prevenidos. Viose Rodolfo a sí mismo en el espejo del rostro de su hijo; lloraron sus cuatro abuelos de gusto; no quedó rincón en toda la casa que no fuese visitado del júbilo, del contento y de la alegría. Y, aunque la noche volaba con sus ligeras y negras alas, le parecía a Rodolfo que iba y caminaba no con alas, sino con muletas: tan grande era el deseo de verse a solas con su querida esposa. Llegóse, en fin, la hora deseada, porque no hay fin que no le tenga. Fuéronse a acostar todos, quedó toda la casa sepultada en silencio, en el cual no quedará la verdad deste cuento, pues no lo consentirán los muchos hijos y la ilustre descendencia que en Toledo dejaron, y agora viven, estos dos venturosos desposados, que muchos y felices años gozaron de sí mismos, de sus hijos y de sus nietos, permitido todo por el cielo y por la fuerza de la sangre, que vio derramada en el suelo el valeroso, ilustre y cristiano abuelo de Luisico. PULSA EN CADA OBRA O AUTOR PARA LEER UN RELATO DE INICIACIÓN ERÓTICA:
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Salen DOÑA LORENZA y CRISTINA, su criada, y HORTIGOSA, su vecina. DOÑA LORENZA: Milagro ha sido éste, señora Hortigosa el no haber dado la vuelta a la llave mi duelo, mi yugo y mi desesperación. Éste es el primero día, después que me casé con él, que hablo con persona de fuera de casa; que fuera le vea yo desta vida a él y a quien con él me casó HORTIGOSA: Ande, mi señora Doña Lorenza, no se queje tanto; que con una caldera vieja se compra otra nueva. DOÑA LORENZA: Y aun con esos y otros semejantes villancicos o refranes me engañaron a mí; que malditos sean sus dineros, fuera de las cruces; malditas sus joyas, malditas sus galas, y maldito todo cuanto me da y promete. ¿De qué me sirve a mí todo aquesto, si en mitad de la riqueza estoy pobre, y en medio de la abundancia con hambre? CRISTINA: En verdad, señora tía, que tienes razón; que más quisiera yo andar con un trapo atrás y otro adelante, y tener un marido mozo, que verme casada y enlodada con ese viejo podrido que tomaste por esposo. DOÑA LORENZA: ¿Yo le tomé, sobrina? A la fe, diómele quien pudo; y yo, como muchacha, fui más presta al obedecer que al contradecir; pero, si yo tuviera tanta experiencia destas cosas, antes me tarazara la lengua con los dientes que pronunciar aquel sí, que se pronuncia con dos letras y da que llorar dos mil años; pero yo imagino que no fue otra cosa sino que había de ser ésta, y que, las que han de suceder forzosamente, no hay prevención ni diligencia humana que las prevenga. CRISTINA: ¡Jesús y del mal viejo! Toda la noche: "Daca el orinal, toma el orinal; levántate, Cristinica, y caliéntame unos paños, que me muero de la ijada; dame aquellos juncos, que me fatiga la piedra''. Con más ungüentos y medicinas en el aposento que si fuera una botica; y yo, que apenas sé vestirme, tengo de servirle de enfermera. ¡Pux, pux, pux, viejo clueco, tan potroso como celoso, y el más celoso del mundo! DOÑA LORENZA: Dice la verdad mi sobrina. CRISTINA: ¡Pluguiera a Dios que nunca yo la dijera en esto! HORTIGOSA: Ahora bien, señora Doña Lorenza, vuesa merced haga lo que le tengo aconsejado, y verá cómo se halla muy bien con mi consejo. El mozo es como un ginjo verde; quiere bien, sabe callar y agradecer lo que por él se hace; y, pues los celos y el recato del viejo no nos dan lugar a demandas ni a respuestas, resolución y buen ánimo: que, por la orden que hemos dado, yo le pondré al galán en su aposento de vuesa merced y le sacaré, si bien tuviese el viejo más ojos que Argos y viese más que un zahorí, que dicen que ve siete estados debajo de la tierra. DOÑA LORENZA: Como soy primeriza, estoy temerosa, y no querría, a trueco del gusto, poner a riesgo la honra. CRISTINA: Eso me parece, señora tía, a lo del cantar de Gómez Arias: "Señor Gómez Arias, doleos de mí; soy niña y muchacha, nunca en tal me vi." DOÑA LORENZA: Algún espíritu malo debe de hablar en ti, sobrina, según las cosas que dices. CRISTINA: Yo no sé quién habla; pero yo sé que haría todo aquello que la señora Hortigosa ha dicho, sin faltar punto. DOÑA LORENZA: ¿Y la honra, sobrina? CRISTINA: ¿Y el holgarnos, tía? DOÑA LORENZA: ¿Y si se sabe? CRISTINA: ¿Y si no se sabe? DOÑA LORENZA: ¿Y quién me asegurará a mí que no se sepa? HORTIGOSA: ¿Quién? La buena diligencia, la sagacidad, la industria; y, sobre todo, el buen ánimo y mis trazas. CRISTINA: Mire, señora Hortigosa, tráyanosle galán, limpio, desenvuelto, un poco atrevido, y, sobre todo, mozo. HORTIGOSA: Todas esas partes tiene el que he propuesto, y otras dos más: que es rico y liberal. DOÑA LORENZA: Que no quiero riquezas, señora Hortigosa; que me sobran las joyas, y me ponen en confusión las diferencias de colores de mis muchos vestidos; hasta eso no tengo que desear, que Dios le dé salud a Cañizares: más vestida me tiene que un palmito, y con más joyas que la vidriera de un platero rico. No me clavara él las ventanas, cerrara las puertas, visitara a todas horas la casa, desterrara della los gatos y los perros, solamente porque tienen nombre de varón; que, a trueco de que no hiciera esto, y otras cosas no vistas en materia de recato, yo le perdonara sus dádivas y mercedes. HORTIGOSA: ¿Que tan celoso es? DOÑA LORENZA: Digo que le vendían el otro día una tapicería a bonísimo precio, y por ser de figuras no la quiso, y compró otra de verduras por mayor precio, aunque no era tan buena. Siete puertas hay antes que se llegue a mi aposento, fuera de la puerta de la calle, y todas se cierran con llave; y las llaves no me ha sido posible averiguar dónde las esconde de noche. CRISTINA: Tía, la llave de loba creo que se la pone entre las faldas de la camisa. DOÑA LORENZA: No lo creas, sobrina; que yo duermo con él, y jamás le he visto ni sentido que tenga llave alguna. CRISTINA: Y más, que toda la noche anda como trasgo por toda la casa; y si acaso dan alguna música en la calle, les tira de pedradas porque se vayan: es un malo, es un brujo; es un viejo, que no tengo más que decir. DOÑA LORENZA: Señora Hortigosa, váyase, no venga el gruñidor y la halle conmigo, que sería echarlo a perder todo; y lo que ha de hacer, hágalo luego; que estoy tan aburrida, que no me falta sino echarme una soga al cuello, por salir de tan mala vida. HORTIGOSA: Quizá con esta que ahora se comenzará, se le quitará toda esa mala gana y le vendrá otra más saludable y que más la contente. CRISTINA: Así suceda, aunque me costase a mí un dedo de la mano: que quiero mucho a mi señora tía, y me muero de verla tan pensativa y angustiada en poder deste viejo y reviejo, y más que viejo; y no me puedo hartar de decille viejo. DOÑA LORENZA: Pues en verdad que te quiere bien, Cristina. CRISTINA: ¿Deja por eso de ser viejo? Cuanto más, que yo he oído decir que siempre los viejos son amigos de niñas. HORTIGOSA: Así es la verdad, Cristina, y adiós, que, en acabando de comer, doy la vuelta. Vuesa merced esté muy en lo que dejamos concertado, y verá cómo salimos y entramos bien en ello. CRISTINA: Señora Hortigosa, hágame merced de traerme a mí un frailecico pequeñito, con quien yo me huelgue. HORTIGOSA: Yo se le traeré a la niña pintado. CRISTINA: ¡Que no le quiero pintado, sino vivo, vivo, chiquito como unas perlas! DOÑA LORENZA: ¿Y si lo ve tío? CRISTINA: Direle yo que es un duende, y tendrá dél miedo, y holgareme yo. HORTIGOSA: Digo que yo le traeré, y adiós. Vase HORTIGOSA CRISTINA: Mire tía: si Hortigosa trae al galán y a mi frailecico, y si señor los viere, no tenemos más que hacer sino cogerle entre todos y ahogarle, y echarle en el pozo o enterrarle en la caballeriza. DOÑA LORENZA: Tal eres tú, que creo lo harías mejor que lo dices. CRISTINA: Pues no sea el viejo celoso, y déjenos vivir en paz, pues no le hacemos mal alguno, y vivimos como unas santas. Éntranse
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Entran Cañizares, viejo, y un compadre suyo. CAÑIZARES: Señor compadre, señor compadre: el setentón que se casa con quince, o carece de entendimiento, o tiene gana de visitar el otro mundo lo más presto que le sea posible. Apenas me casé con doña Lorencica, pensando tener en ella compañía y regalo, y persona que se hallase en mi cabecera, y me cerrase los ojos al tiempo de mi muerte, cuando me embistieron una turbamulta de trabajos y desasosiegos; tenía casa, y busqué casar; estaba posado, y desposeme. COMPADRE : Compadre, error fue, pero no muy grande; porque, según el dicho del Apóstol, mejor es casarse que abrasarse. CAÑIZARES: Que no había que abrasar en mí, señor compadre, que con la menor llamarada quedara hecho ceniza. Compañía quise, compañía busqué, compañía hallé, pero Dios lo remedie, por quién Él es. COMPADRE: ¿Tiene celos, señor compadre? CAÑIZARES: Del sol que mira a Lorencita, del aire que le toca, de las faldas que la vapulean. COMPADRE: ¿Dale ocasión? CAÑIZARES: Por pienso, ni tiene por qué, ni cómo, ni cuándo, ni adónde: las ventanas, amén de estar con llave, las guarnecen rejas y celosías; las puertas jamás se abren; vecina no atraviesa mis umbrales, ni los atravesará mientras Dios me diere vida. Mirad, compadre: no les vienen los malos aires a las mujeres de ir a los jubileos ni a las procesiones, ni a todos los actos de regocijos públicos; donde ellas se mancan, donde ellas se estropean y adonde ellas se dañan, es en casa de las vecinas y de las amigas; más maldades encubre una mala amiga, que la capa de la noche; más conciertos se hacen en su casa y más se concluyen, que en una asamblea. COMPADRE: Yo así lo creo; pero si la señora Doña Lorenza no sale de casa, ni nadie entra en la suya, ¿de qué vive descontento mi compadre? CAÑIZARES.: De que no pasará mucho tiempo en que no caya Lorencica en lo que y de temerle me desespero, y de desesperarme vivo con disgusto. COMPADRE: Y con razón se puede tener ese temer, porque las mujeres querrían gozar enteros los frutos del matrimonio. CAÑIZARES: La mía los goza doblados. COMPADRE.: Ahí está el daño, señor [com]padre. CAÑIZARES: No, no, ni por pienso; porque es más simple Lorencica que una paloma, y hasta agora no entiende nada desas filaterías; y adiós, señor compadre, que me quiero entrar en casa. COMPADRE: Yo quiero entrar allá, y ver a mi señora Doña Lorenza: CAÑIZARES: Habéis de saber, compadre, que los antiguos latinos usaban de un refrán, que decía: Amicus usque ad aras, que quiere decir: "El amigo, hasta el altar"; infiriendo que el amigo ha de hacer por su amigo todo aquello que no fuere contra Dios; y yo digo que mi amigo, usque ad portam, hasta la puerta; que ninguno ha de pasar mis quicios; y adiós, señor compadre, y perdóneme. Éntrase Cañizares. COMPADRE: En mi vida he visto hombre más recatado, ni más celoso, ni más impertinente; pero éste es de aquellos que traen la soga arrastrando, y de los que siempre vienen a morir del mal que temen. Éntrase el compadre. Salen Doña Lorenza y Cristinica. CRISTINA: Tía, mucho tarda tío, y más tarda Hortigosa. DOÑA LORENZA: : Mas que nunca él acá viniese, ni ella tampoco; porque él me enfada y ella me tiene confusa. CRISTINA: Todo es probar, señora tía; y, cuando no saliere bien, darle del codo. DOÑA LORENZA: ¡Ay, sobrina! Que estas cosas, o yo sé poco o sé que todo el daño está en probarlas. CRISTINA: A fe, señora tía, que tiene poco ánimo, y que, si yo fuera de su edad, que no me espantaran hombres armados. DOÑA LORENZA: Otra vez torno a decir, y diré cien mil veces, que Satanás habla en tu boca; mas ¡ay! ¿Cómo se ha entrado señor? CRISTINA: Debe de haber abierto con la llave maestra. DOÑA LORENZA: Encomiendo yo al diablo sus maestrías y sus llaves. Entra Cañizares. CAÑIZARES. ¿Con quién hablábades, doña Lorenza ? DOÑA LORENZA: Con Cristinica hablaba. CAÑIZARES: Miradlo bien, doña Lorenza. DOÑA LORENZA: Digo que hablaba con Cristinica: ¿con quién había de hablar? ¿Tengo yo, por ventura, con quién? CAÑIZARES: No querría que tuviésedes algún soliloquio con vos misma, que redundase en mi perjuicio. DOÑA LORENZA: Ni entiendo esos circunloquios que decís, ni aun los quiero entender; y tengamos la fiesta en paz. CAÑIZARES: Ni aun las vísperas no querría yo tener en guerra con vos; pero, ¿quién llama a aquella puerta con tanta priesa? Mira, Cristinica, quien es, y, si es pobre, dale limosna y despídele. CRISTINA: ¿Quién está ahí? HORTIGOSA: La vecina Hortigosa es, señora Cristina. CAÑIZARES: ¿Hortigosa y vecina? ¡Dios sea conmigo! Pregúntale, Cristina, lo que quiere, y dáselo, con condición que no atraviese esos umbrales. CRISTINA: ¿Y qué quiere, señora vecina? CAÑIZARES: El nombre de vecina me turba y sobresalta; llámala por su propio nombre, Cristina. CRISTINA: Responda: y ¿qué quiere, señora Hortigosa ? HORTIGOSA: Al señor Cañizares quiero suplicar un poco, en que me va la honra, la vida y el alma. CAÑIZARES: Decidle, sobrina, a esa señora, que a mí me va todo eso y más en que no entre acá dentro. DOÑA LORENZA: ¡Jesús, y qué condición tan extravagante! ¿Aquí no estoy delante de vos? ¿Hanme de comer de ojo? ¿Hanme de llevar por los aires? CAÑIZARES: ¡Entre con cien mil Bercebuyes, pues vos lo queréis! CRISTINA: Entre, señora vecina. CAÑIZARES: ¡Nombre fatal para mí es el de vecina! Entra Hortigosa, y trae un guadamecí y en las pieles de las cuatro esquinas han de venir pintados Rodamonte, Mandricardo, Rugero y Gradaso; y Rodamonte venga pintado como arrebozado HORTIGOSA: Señor mío de mi alma, movida y incitada de la buena fama de vuesa merced, de su gran caridad y de sus muchas limosnas, me he atrevido de venir a suplicar a vuesa merced me haga tanta merced, caridad y limosna y buena obra de comprarme este guadamecí, porque tengo un hijo preso por unas heridas que dio a un tundidor, y ha mandado la justicia que declare el cirujano, y no tengo con qué pagalle, y corre peligro no le echen otros embargos, que podrían ser muchos, a causa que es muy travieso mi hijo; y querría echarle hoy o mañana, si fuese posible, de la cárcel. La obra es buena, el guadamecí nuevo, y, con todo eso, le daré por lo que vuesa merced quisiere darme por él, que en más está la monta, y como esas cosas he perdido yo en esta vida. Tenga vuesa merced desa punta, señora mía, y descojámosle, porque no vea el señor Cañizares que hay engaño en mis palabras; alce más, señora mía, y mire cómo es bueno de caída, y las pinturas de los cuadros parece que están vivas. Al alzar y mostrar el guadamecí, entra por detrás dél un galán; y, como Cañizares ve los retratos, dice: CAÑIZARES: ¡Oh, qué lindo Rodamonte! ¿Y qué quiere el señor rebozadito en mi casa? Aun si supiese que tan amigo soy yo destas cosas y destos rebocitos, se espantaría CRISTINA: Señor tío, yo no sé nada de rebozados; y si él ha entrado en casa, la señora Hortigosa tiene la culpa; que a mí, el diablo me lleve si dije ni hice nada para que él entrase; no, en mi conciencia, aun el diablo sería si mi señor tío me echase a mí la culpa de su entrada. CAÑIZARES: Ya yo lo veo, sobrina, que la señora Hortigosa tiene la culpa; pero no hay de qué maravillarme, porque ella no sabe mi condición, ni cuán enemigo soy de aquestas pinturas. DOÑA LORENZA: Por las pinturas lo dice, Cristinica, y no por otra cosa. CRISTINA: Pues por esas digo yo. ¡Ay, Dios sea conmigo! Vuelto se me ha el ánima al cuerpo, que ya andaba por los aires. DOÑA LORENZA: ¡Quemado vea yo ese pico de once varas! En fin, quien con muchachos se acuesta, etc. CRISTINA: ¡Ay, desgraciada, y en qué peligro pudiera haber puesto toda esta baraja! CAÑIZARES: Señora Hortigosa, yo no soy amigo de figuras rebozadas ni por rebozar; tome este doblón, con el cual podrá remediar su necesidad, y váyase de mi casa lo más presto que pudiere, y ha de ser luego, y llévese su guadamecí. HORTIGOSA: Viva vuesa merced más años que Matute el de Jerusalén, en vida de mi señora doña... no sé cómo se llama, a quien suplico me mande, que la serviré de noche y de día, con la vida y con el alma, que la debe de tener ella como la de una tortolica simple. CAÑIZARES: Señora Hortigosa, abrevie y váyase, y no se esté agora juzgando almas ajenas. HORTIGOSA: Si vuesa merced hubiere menester algún pegadillo para la madre, téngolos milagrosos; y, si para mal de muelas, sé unas palabras que quitan el dolor como con la mano. CAÑIZARES: Abrevie, señora Hortigosa, que doña Lorenza, ni tiene madre, ni dolor de muelas; que todas las tiene sanas y enteras, que en su vida se ha sacado muela alguna. HORTIGOSA: Ella se las sacará, placiendo al cielo, porque le dará muchos años de vida; y la vejez es la total destruición de la dentadura. CAÑIZARES: ¡Aquí de Dios! ¿Que no será posible que me deje esta vecina? ¡Hortigosa, o diablo, o vecina, o lo que eres, vete con Dios y déjame en mi casa! HORTIGOSA: Justa es la demanda, y vuesa merced no se enoje, que ya me voy. Vase Hortigosa. CAÑIZARES: ¡Oh vecinas, vecinas! Escaldado quedo aun de las buenas palabras desta vecina, por haber salido por boca de vecina. DOÑA LORENZA. Digo que tenéis condición de bárbaro y de salvaje; y ¿qué ha dicho esta vecina para que quedéis con la ojeriza contra ella? Todas vuestras buenas obras las hacéis en pecado mortal: dístesle dos docenas de reales, acompañados con otras dos docenas de injurias, ¡boca de lobo, lengua de escorpión y silo de malicias! CAÑIZARES: No, no, a mal viento va esta parva; no me parece bien que volváis tanto por vuestra vecina. CRISTINA: Señora tía, éntrese allí dentro y desenójese, y deje a tío, que parece que está enojado. DOÑA LORENZA: Así lo haré, sobrina; y aun quizá no me verá la cara en estas dos horas; y a fe que yo se la dé a beber, por más que la rehúse. Éntrase Doña Lorenza. CRISTINA: Tío, ¿no ve cómo ha cerrado de golpe? Y creo que va a buscar una tranca para asegurar la puerta. Doña Lorenza, por dentro. DOÑA LORENZA: ¿Cristinica? ¿Cristinica? CRISTINA: ¿Qué quiere, tía? DOÑA LORENZA: ¡Si supieses qué galán me ha deparado la buena suerte! Mozo, bien dispuesto, pelinegro, y que le huele la boca a mil azahares. CRISTINA: Jesús, y qué locuras y qué niñerías! ¿Está loca, tía? DOÑA LORENZA: No estoy sino en todo mi juicio; y en verdad que, si le vieses, que se te alegrase el alma. CRISTINA: ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! Ríñala, tío, porque no se atreva, ni aun burlando, a decir deshonestidades. CAÑIZARES: ¿Bobear, Lorenza? Pues a fe que no estoy yo de gracia para sufrir esas burlas. DOÑA LORENZA: Que no son sino veras, y tan veras, que en este género no pueden ser mayores. CRISTINA: ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! Y dígame, tía, ¿está ahí también mi frailecito? DOÑA LORENZA: No, sobrina; pero otra vez vendrá si quiere Hortigosa, la vecina. CAÑIZARES: Lorenza, di lo que quisieres, pero no tomes en tu boca el nombre de vecina, que me tiemblan las carnes en oírle. DOÑA LORENZA: También me tiemblan a mí por amor de la vecina. CRISTINA: ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! DOÑA LORENZA: Ahora echo de ver quién eres, viejo maldito; que hasta aquí he vivido engañada contigo. CRISTINA: Ríñala, tío, ríñala, tío; que se desvergüenza mucho. DOÑA LORENZA: Lavar quiero a un galán las pocas barbas que tiene con una bacía llena de agua de ángeles, porque su cara es como la de un ángel pintado. CRISTINA: ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! Despedácela, tío. CAÑIZARES: No la despedazaré yo a ella, sino a la puerta que la encubre. DOÑA LORENZA: No hay para qué: vela aquí abierta; entre, y verá como es verdad cuanto le he dicho. CAÑIZARES: Aunque sé que te burlas, sí entraré para desenojarte. Al entrar Cañizares, danle con una bacía de agua en los ojos; él vase a limpiar; acuden sobre él Cristina y Doña Lorenza, y en este ínterin sale el galán y vase. CAÑIZARES: ¡Por Dios, que por poco me cegaras, Lorenza! Al diablo se dan las burlas que se arremeten a los ojos. DOÑA LORENZA: ¡Mirad con quién me casó mi suerte, sino con el hombre más malicioso del mundo! ¡Mirad cómo dio crédito a mis mentiras, por su [...], fundadas en materia de celos, que menoscabada y asendereada sea mi ventura! Pagad vosotros, cabellos, las deudas deste viejo; llorad vosotros, ojos, las culpas deste maldito; mirad en lo que tiene mi honra y mi crédito, pues de las sospechas hace certezas, de las mentiras verdades, de las burlas veras y de los entretenimientos maldiciones. ¡Ay, que se me arranca el alma! CRISTINA: Tía, no dé tantas voces, que se juntará la vecindad. De dentro. JUSTICIA: ¡Abran esas puertas! Abran luego; si no, echarelas en el suelo. DOÑA LORENZA: Abre, Cristinica, y sepa todo el mundo mi inocencia y la maldad deste viejo. CAÑIZARES: ¡Vive Dios, que creí que te burlabas! ¡Lorenza, calla! Entran el Alguacil y los músicos, y el bailarín y Hortigosa. ALGUACIL: ¿Qué es esto? ¿Qué pendencia es ésta? ¿Quién daba aquí voces? CAÑIZARES: Señor, no es nada; pendencias son entre marido y mujer, que luego se pasan. MÚSICOS: ¡Por Dios, que estábamos mis compañeros y yo, que somos músicos, aquí pared y medio, en un desposorio, y a las voces hemos acudido, con no pequeño sobresalto, pensando que era otra cosa. HORTIGOSA: Y yo también, en mi ánima pecadora. CAÑIZARES: Pues en verdad, señora Hortigosa, que si no fuera por ella, que no hubiera sucedido nada de lo sucedido. HORTIGOSA: Mis pecados lo habrán hecho; que soy tan desdichada, que, sin saber por dónde ni por dónde no, se me echan a mí las culpas que otros cometen. CAÑIZARES: Señores, vuesas mercedes todos se vuelvan norabuena, que yo les agradezco su buen deseo; que ya yo y mi esposa quedamos en paz. DOÑA LORENZA: Sí quedaré, como le pida primero perdón a la vecina, si alguna cosa mala pensó contra ella. CAÑIZARES: Si a todas las vecinas de quien yo pienso mal hubiese de pedir perdón, sería nunca acabar; pero, con todo eso, yo se le pido a la señora Hortigosa. HORTIGOSA: Y yo le otorgo para aquí y para delante de Pero García. MÚSICOS: Pues, en verdad, que no habemos de haber venido en balde: toquen mis compañeros, y baile el bailarín, y regocíjense las paces con esta canción. CAÑIZARES: Señores, no quiero música: yo la doy por recebida. MÚSICOS: Pues aunque no la quiera. El agua de por San Juan quita vino y no da pan. Las riñas de por San Juan todo el año paz nos dan. Llover el trigo en las eras, las viñas estando en cierne, no hay labrador que gobierne bien sus cubas y paneras; mas las riñas más de veras, si suceden por San Juan todo el año paz nos dan. Baila. Por la canícula ardiente está la cólera a punto; pero, pasando aquel punto, menos activa se siente. Y así, el que dice no miente, que las riñas por San Juan todo el año paz nos dan. Baila. Las riñas de los casados como aquesta siempre sean, para que después se vean, sin pensar regocijados. Sol que sale tras nublados, es contento tras afán: las riñas de por San Juan todo el año paz nos dan. CAÑIZARES: Porque vean vuesas mercedes las revueltas y vueltas en que me ha puesto una vecina, y si tengo razón de estar mal con las vecinas. DOÑA LORENZA. Aunque mi esposo está mal con las vecinas, yo beso a vuesas mercedes las manos, señoras vecinas. CRISTINA: Y yo también; mas si mi vecina me hubiera traído mi frailecico, yo la tuviera por mejor vecina; y adiós, señoras vecinas. * * * |
CHANFALLA
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